Amalek News “El oscuro carisma de Hitler

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El culto a la personalidad (también culto a la persona) es la adoración y adulación excesiva de un líder vivo, carismático, y por lo general unipersonal, especialmente un jefe de Estado. El culto a la personalidad es una elevación a dimensiones religiosas de figuras de líderes carismáticos en la sociedad o la política. El fenómeno es tan antiguo como el hombre mismo, la historia nos muestra que en la antigüedad se desarrolló con César en el imperio romano, en la Unión Soviética con José Stalin; en Alemania con Adolfo Hitler; en Irak con Sadam Hussein, el lider de Corea del Norte Kim Jong-un entre otros. Desde entonces, el vocablo es usado de forma peyorativa contra un líder o mandatario que se comporta y manifiesta síntomas políticos proclives al culto a la personalidad.

Algunas características del adefesio político son: exagerada devoción de todas las personas hacia el líder; recepción sin crítica de las expresiones de la persona admirada; persecución a los críticos de la persona admirada; aprehensión y desaparición de los críticos; presencia exagerada de imágenes, fotografías y eslogan en escuelas, edificios y en medios masivos; designación de empresas, edificios públicos, escuelas, ciudades y calles con el nombre del líder; elaboración de relaciones (a menudo absurdas) entre el líder y aspectos de la vida.

Sociedades cultas han tenido que pagar un alto costo político y social por rendir culto a la personalidad de un dirigente político. Algunos sectores de la sociedad muchas veces elevan al líder de un partido político a una posición casi sagrada, incuestionable e infalible, en cuanto a todo lo que dice y hace. Estos sectores obvian que el dirigente a quien le rinden culto no es un dios, es un ser humano, con serias y graves imperfecciones humanas, por lo cual es falible, puede errar, equivocarse en sus relaciones con sus semejantes, que lleva en su naturaleza, de forma inherente, en menor o mayor grado, el germen del egoísmo, la envidia, ambiciones, egocentrismo, la egolatría y otras imperfecciones humanas.

El pueblo Alemán pagó un alto costo en destrucción y muerte por rendir culto a Adolfo Hitler; éste fue quien inició en Europa la segunda guerra mundial; el conflicto tuvo un saldo de 50 millones de víctimas. Alemania, destrozada, puso la cuota de diez millones de alemanes. Igual sucedió en Italia, con el dictador Benito Mussolini, quien integró el eje de países fascistas, con Alemania y Japón.

El oscuro carisma de Hitler

32896_1Siempre será un misterio, pero después de leer El oscuro carisma de Hitler las cosas quedan más claras. El mediocre austríaco que parecía destinado a una vida en el más absoluto anonimato emergió tras la Primera Guerra Mundial y se convirtió en un diabólico líder de masas.

¿Cómo fue posible que Adolf Hitler, “un líder de lo más inverosímil”, terminara siendo “el líder carismático por antonomasia”? ¿Qué queremos decir con el concepto de “carisma”, un término usual entre sociólogos y politólogos desde que Max Weber analizara el “liderazgo carismático”? ¿Por qué muchas sociedades buscan o necesitan una figura de esa naturaleza, “casi religiosa”? Estas son las preguntas que el gran divulgador británico Laurence Rees se plantea en el prólogo de su nueva obra y que trata de responder a lo largo de los dieciséis capítulos restantes. Se basa no sólo en obras convencionales de tipo histórico o político sobre el III Reich, sino también en filmaciones, documentales, propaganda del régimen y múltiples testimonios -muchos de ellos inéditos- de testigos de aquellos acontecimientos.

El punto de partida, no por conocido menos relevante para el propósito de Rees, es que nadie hubiera podido imaginar en 1913 que aquel joven pintor austríaco pobre, huraño y poco agraciado se convertiría en apenas dos décadas en el “futuro líder carismático de Alemania”. Su único sello distintivo (que se mantendría en los años siguientes) era su “capacidad para odiar”. Su participación en la I Guerra Mundial le reforzó en su concepción de la vida como “lucha constante y brutal”. La derrota alemana le sumió, como a muchos de sus compatriotas, en un desconcierto que sólo un rencor irracional podía aliviar. La animosidad contra los supuestos enemigos de la nación germana se convirtió desde entonces en motor de su vida.

Para Rees su “triunfal ascenso al poder” se basó en sus “habilidades retóricas”. Sin olvidar que otra clave de su éxito era que “predicaba para gente que estaba desesperada”. Su nacionalismo regenerador encandilaba a los jóvenes, que consideraban que era el momento de “forjar una nueva Alemania”. Su maniqueísmo y aparente seguridad en sí mismo contagiaba a sus seguidores de confianza en las propias fuerzas y agresividad contra los “extraños”, en particular los judíos, pronto convertidos en responsables de los males de la nación. Consciente de los resortes para encandilar a las masas, Hitler se construyó un “pasado heroico” y se presentó, con respecto al futuro, como un visionario, un profeta. Ofreció a sus compatriotas algo tan importante como esperanzas de mejora y plenitud en una etapa de crisis total. La consecuencia fue que una considerable parte del pueblo alemán se mostró dispuesta a seguirle, a sabiendas de que su objetivo era “destruir el sistema democrático” y desarrollar “actos de violencia criminal”. Al acceder a la cancillería, usó sin escrúpulos todos los mecanismos del Estado para fortalecer su poder hasta convertirse en “objeto de veneración para millones de personas”.

Rees disecciona las características peculiares del liderazgo de Hitler: su hábil manejo del odio, sus decisiones solitarias, su radicalismo, la puesta en escena de los mítines, su conexión con las masas, su audacia, etc. El autor resume en una fórmula muy expresiva esa tendencia del Führer: lo suyo era una “apuesta a lo grande”. En este incuestionable éxito inicial su carisma “desempeñó un papel esencial”. Todo eso permitió que Alemania desencadenara la guerra sin que apenas se resintiera su liderazgo. De hecho, el “punto álgido de su carrera” puede datarse en junio de 1940, tras la aplastante victoria militar contra los países limítrofes. En ese verano, después de supervisar la capitulación de Francia, Hitler recibe en Berlín el más rendido baño de masas de su carrera. Le aclamaban no los disciplinados militantes del partido o nacionalistas irredentos, sino cientos de miles de berlineses sin adscripción política definida, hombres, mujeres y niños de toda condición que arrojaban flores a su paso y ondeaban entusiasmados miles de banderas con la esvástica. El momento de máximo esplendor acoge en el subsuelo las semillas del declive. La seguridad del dirigente nazi en sí mismo -su megalomanía- le llevó a cantar victoria antes de tiempo. “Es un momento que ejemplifica a la perfección las ventajas y los inconvenientes de un liderazgo carismático”, apunta Rees, porque las mismas cualidades que le llevaron a la cima precipitaron su caída. La resistencia británica desconcertó a Hitler. Siguiendo a Ian Kershaw, Rees sostiene que la decisión suicida de invadir la URSS fue el resultado de un propósito que hoy resulta rocambolesco: conseguir la rendición de Londres noqueando a Moscú en otra edición de la guerra relámpago. El aura carismática del dictador contuvo casi todas las críticas. Hitler había conseguido inculcar a su alrededor un principio movilizador de proporciones hercúleas: todo era posible. “Nosotros somos un pueblo extraordinario”. Curiosamente, este idealismo también fue letal por la renuencia de la cúpula nazi a atender a los “problemas prácticos que obstaculizaban un fin último”.

En ese contexto, la persecución de los judíos -cuestión que ocupa un aspecto tangencial- revela que buena parte de las decisiones del Führer estaban basadas más en prejuicios, impulsos y odios que en un análisis racional y una “estrategia meticulosa”. Y confirma otra consecuencia del liderazgo carismático: una vez que el líder ampara o promueve una iniciativa, no hace falta que entre en los detalles, pues ya se encargan los subordinados de ejecutar estos pormenores con la máxima eficiencia para complacer al dirigente máximo.Hitler contagió así su odio antisemita y su deseo de aniquilación brutal hasta el último eslabón de la cadena de mando. El capítulo final da cuenta de cómo muere el carisma. El carisma muere cuando Alemania se sume no solo en la derrota sino en un abismo insondable. Cierto. Pero Rees enfatiza que “Hitler no había cambiado (…). Lo que había cambiado era la percepción que el resto de la gente tenía de él”. Se confirma con ello el planteamiento que sustenta todo el análisis, es decir, la consideración del carisma como “fruto de la interacción entre un individuo y un público receptivo”.

En nuestra lucha con Amalek  debemos saber en los tiempos que vivimos y los muchos lideres que se presentan tanto sea en la religión como en la sociedad o en la política,  discernir lo que hay detrás de ellos para no dejarnos engañar por lideres que al final solo nos conducen a la destrucción tanto personal como colectiva.

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